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Fuerza Bruta (Brute Force) (1947)

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Nota: 8

Dirección: Jules Dassin

Guión: Richard Brooks (Novela: Robert Patterson)

Reparto: Burt Lancaster, Hume Cronyn, Charles Bickford, Sam Levene, Howard Duff, Art Smith, Yvonne de Carlo

Fotografía: William H. Daniels

Duración: 98 Min

En 1947, el director norteamericano Jules Dassin, conocido especialmente por obras cumbre del cine negro como Noche en la ciudad (1950) y Rififi (1954), realizó, antes de su exilio a Francia a causa de la persecución maccarthista, Fuerza bruta, drama carcelario adscrito por algunos en la difusa categoría de film noir.

Vista por un espectador actual, Fuerza bruta puede parecer, con razón, una película manida. Ciertamente, la historia que narra ha sido tratada por multitud de cintas, algunas tan famosas como Fuga de Alcatraz (Don Siegel, 1979): un grupo de presos elabora un plan para escapar de una injusta prisión en la que son mortificados. Sin embargo, Fuerza bruta no es sólo entretenimiento, sino un análisis social, profético y crítico, sobre el poder y la represión totalitarista.

Al comenzar la película, la lluvia, símbolo de la libertad, cae sobre los muros denegridos de la “Westgate Penitentiary”. Se muestran portones, barrotes, torretas de vigilancia, vapor de agua, un reloj. Plano tras plano, mientras se leen los títulos de crédito, la sensación de opresión va imbuyendo al espectador. El film tendrá lugar íntegramente en la cárcel, de la que es imposible escapar. Y, pese a ello, alguien sale: un preso ya cadáver. Este inicio exhibe de manera concisa y visual el cariz que habrá de tomar la narración: Fuerza bruta es una historia de personajes cautivos en un ambiente hostil y fúnebre, del que solamente es posible huir sin vida.

De entre las primeras voces que se oyen, voces de guardias pasando lista, voces de presos que contestan, únicamente la de un recluso no responderá cuando citen su nombre: Joe Collins (un jovencísimo Burt Lancaster), quien se encuentra despidiendo el cuerpo exánime de su compañero. A su lado, vigilándolo, está el capitán Munsey (Hume Cronyn), al que, con miradas y breves monosílabos, Collins expresa su desprecio. En escasos minutos se manifiestan los lazos de amistad y odio entre la mayoría de los personajes que integran la obra, señalándose, además, cuáles serán aquéllos que servirán de engranaje para que ésta avance: Munsey y los presos de la celda R17, encabezados por Collins.

Cada personaje o grupo de ellos tiene una función concreta. Así, en una clara alegoría acerca de los estratos sociales, los presos se encuentran en el escalafón más bajo sometidos a la represión de Munsey. A través de ellos se despliega el tema principal de la obra: el ansia de libertad. Lo esencial, lo vital, es salir fuera. De ahí surge el contraste que se establece entre los términos fuera y dentro. De hecho, en los mismos títulos de crédito pueden leerse los dos vocablos: inside (dentro), para indicar los actores que interpretan a los hombres que conviven dentro de las paredes ennegrecidas de la penitenciaría, y outside (fuera), con la que se reflejan las actrices que encarnan a las mujeres que dejaron fuera.

Los hombres enclaustrados codician la libertad, entelequia que se transfigura en el concepto de mujer, la cual se convierte en una metáfora de salvación y en una apertura imaginativa que sobrepasa los límites impuestos por los fríos hierros de la celda R17. En una de sus sucias paredes los presos han colocado el dibujo del rostro de una mujer, que es, en realidad, una representación de todas las mujeres conocidas y por conocer. La cámara se fija delicadamente en el omnipresente retrato y, seguidamente, con un fundido encadenado, se sumerge en el lejano y femenino mundo del exterior. Es ésta una hermosa forma de introducir el recurso del flashback, a través del que los reclusos recordarán aquellos tiempos apasionados, mejores sólo por ser libres.

De esta manera, la analepsis ahonda en los personajes, ofreciendo verdaderos relatos noir sobre las causas por las que los prisioneros se encuentran encerrados. Si bien estas historias extraen de la prisión al espectador, no lastran la rigurosa ambientación del filme, basada en sombras y espacios claustrofóbicos (como las celdas o el foso), pues los mundos a los que apuntan, propios del cine negro, son tan umbrosos y asfixiantes como los de la cárcel. Con ellos, Fuerza bruta alcanza el estatus de película moralmente ambigua, donde los protagonistas no son más que personas que, ilegalmente, quisieron hacer felices, o salvar, a sus seres queridos; personas que, aun delinquiendo, desearon escapar de la cárcel que, entonces, era para ellos el exterior; personas que fueron presas de una femme fatale, o de una guerra mundial, o de su propia circunstancia. Fuerza bruta es, por tanto, el relato de hombres que, siendo culpables, son inocentes.

La coherencia y necesidad del flashback son manifiestas cuando su ausencia, al contrastar con su presencia, aumenta la solidez de lo narrado. De este modo, un preso que no entiende el carácter inspirativo del retrato de la mujer es excluido del juego de flashbacks, quedando obligado a narrar su pasado verbalmente. Análogamente ocurre con el chivato, arquetipo de individuo que el autor, tal vez previendo la “caza de brujas” de la que él mismo sería víctima, denuncia reiteradamente a lo largo de la cinta.

A pesar de la fraternidad existente entre los presos, la animadversión hacia los chivatos queda patente. Así, se inyecta moralidad a los criminales y se invierten los valores aceptados por la sociedad. Esta humanidad se recoge de forma precisa con un plano secuencia en el que los presos se transmiten la información sobre la hora a la que matarán a un soplón: al no haber cortes, el mensaje fluye entre ellos, demostrando su compañerismo, su lealtad y su aversión hacia los acusadores. La conclusión a la que lleva la cinta es implacable: todos los chivatos pagarán su actitud. Hay matices, no obstante. Los delatores se muestran como individuos débiles que sucumben ante la presión de un oficial corrupto, Munsey, que ejerce de demonio tentándolos continuamente para que acusen a sus camaradas. Los chivatos son castigados, pero Jules Dassin gira su mirada hacia la corrupción de las clases dominantes, personificadas en el capitán.

Conforme avanza el metraje, se desvela la ambición malsana de Munsey, su sentimiento de superioridad y su arrogancia, que se plasman perfectamente en la escena en que interroga brutalmente a uno de los reclusos. El preso ingresa en el despacho resplandeciente del tirano, que espera en tirantes, adorando sus escopetas; pero al empezar la tortura, el capitán baja las persianas, y la iluminación cambia: la sala entra en penumbra y los rostros se llenan de claroscuros; se encuadra un autorretrato que corona la estancia; la música de Wagner aumenta su volumen; y Munsey, gracias a los planos contrapicados, deja de ser un mero capitán y funcionario de la prisión para alzarse como un líder embrutecido, un dictador sin principios, un caudillo egocentrista, un superhombre autoproclamado. Con cada plano, con cada imagen, con cada golpe de Munsey, se muestra el verdadero ser del capitán y, con él, la contradicción definitiva: los criminales no son los presos como Joe Collins; el criminal es Munsey. Entonces se descubre plenamente su personalidad. Sus métodos no proceden de la convicción de que son los más adecuados para realizar su trabajo, sino de su codicia de poder, de su ideología totalitarista, de su inveterada prepotencia.

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En su análisis del poder y la justicia, para incluir temas secundarios que lleven a la reflexión –la visión de las penitenciarías como instituciones reformadoras o como centros de castigo, o el utópico deseo de libertad aun a costa de la misma vida–, Jules Dassin se vale de otros personajes, como el débil alcaide    –que, a pesar de ser quien realmente ostenta la dirección de la prisión, no es capaz de hacer frente a Munsey–; o el ebrio y lúcido (nótese la ironía) doctor Walters. El médico, más bien filósofo, actúa de contrapunto a los viles razonamientos de Munsey y simboliza la humanidad, la sensatez y el sentido común, presentándose ante el capitán como un espectro que lo despoja de la coraza tiránica con que se cubre.

Fuerza bruta se diferencia de otros filmes donde la evasión se basa en la elaboración de un plan de fuga premeditado. Aquí el éxito sólo puede conseguirse con la acción rápida, sin pensar, por fuerza bruta, sin tiempo. A lo largo de toda la cinta los relojes (presentes de alguna manera en gran parte de las escenas) marcan visualmente el ritmo, que va in crescendo hasta alcanzar un clímax final violento, bestial, en el que ya no hay diferencia entre presos y guardias, en el que todos los personajes se someten a la única ley posible para el triunfo y, paradójicamente, para el fracaso: la fuerza bruta.

Tras el estallido de la furia humana, un plano general de la “Westgate Penitentiary” cierra el film del mismo modo en que lo abría. Sin embargo, algo ha cambiado. La lluvia ha cesado.

Alejandro Sánchez


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